Cuando salí del closet lésbico, alguien cercano me dijo que ojalá no me volviera machorra, que no me cortara el pelo, que me iba a ver como esas lesbianas feas de Garzón. Por un tiempo interioricé esa idea.
En los últimos años, el panorama ha sido otro. He empezado a procesar lo incómodo, inconforme, ansioso, y triste que he estado con mi cuerpo, leído casi siempre en clave femenina, y he empezado a transformarlo en lo que he querido, basado en mi criterio propio. También he empezado a tener unos flash backs y unas visiones que me atormentan porque a veces ya no distingo entre lo que es real y lo que no, lo que quiero aceptar y lo que no, lo que me conviene o no al tener un cuerpo socializado como femenino.
En uno de esos flash backs soy un niño, tengo en la mano un vaso de leche súper fría. Es leche entera y ha estado un par de días en la nevera, aunque dentro de mí hay una calidez que se siente como una fe inmensa en lo que estoy imaginando. Hago ruidos: glu glu, Mmmmm, ñam ñam. También hago gestos: me acomodo el pantalón y luego pose de fortachón en el gimnasio. Me la tomo con devoción porque me hará más fuerte. Atesoro esa sensación para siempre en mi memoria.
En otro, ya estoy más grande, entrado en la adolescencia. Veo a los muchachos del barrio. Creo que me gusta uno de ellos, así que paso una y otra vez por la misma esquina, pero a la vez quiero imitarlo porque de alguna forma me parece alguna especie de macho alternativo. Paso un buen tiempo frente al espejo copiando sus poses. Empiezo a caminar pausado, tomo una ligera curvatura.
Una especie de niebla cubre mis ojos al tratar de ver cualquier tiempo pretérito, presente, o futuro en lo que a mi identidad respecta. Siento la necesidad de aplanar mi pecho y de experimentar con objetos que representan otros géneros. Siento un deseo inmenso de hallarme en un cuerpo transformado y eso viene tanto con sufrimiento como con satisfacción. Todo al tiempo. Es así como un día me hallo en la confusión más extrema, llorando a cántaros bien sea en casa o a la orilla del mar en una noche bohemia con un hombro amigo. Añado el tema a la lista de issues de los que me cuesta hablar, de esos con los que me tiembla la voz y no entiendo nada. Veo mis fotografías viejas y siento que ya no soy esa persona, añorando volver allí, cuando no me atrevía a cuestionar lo que se me había asignado. Al mínimo instante reflexiono y recuerdo lo difícil que era tratar de encajar en algo que siempre supe que no era yo.
Otro día me encuentro jugando con un dildo y unos calzoncillos de anciano, con una picardía leve entrando al baño de hombres y cambiando mis pronombres por elle o por él. Qué bien se siente hablar de mí mismo, un poco más que de mí misme. Paso un buen tiempo frente al espejo preguntándome si acaso tal camisa y tal otra no me quedarían mucho más lindas sin ese par de tetas. Me pongo el binder y mi cabeza empieza a planear, como si las posibilidades estuvieran muy al alcance de mi mano. “Si saco un préstamo de unos 10 palos y me opero, eso lo pago breve”, me repito unas 20 mil veces al día y todo parece fácil por unos segundos. Luego recuerdo el otro montón de responsabilidades que debo cumplir y me auto respondo que deje de pensar en maricadas.
Al final, mi mamá me llama. Me pregunta cómo estoy. Me dice muñeca. Mi ideal se rompe y por un momento la odio, nos odio. Mi mamá me ama, ¿Mi mamá me ama? ¿Mi mamá ama a Laura? ¿Mi mamá ama a Dante? Mi mamá no sabe ¿Mi mamá sabe que soy Dante? Mamá, creo trajiste al mundo un boygirl, creo que soy un boygirl.
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