Era diciembre y quería sentirme guapo para navidad. Comprar ropa siempre había supuesto un problema para mí, aun más desde que había asumido mi identidad trans. Hacía poco, antes de novenas, había conocido a la señorita M. En las poquísimas citas que habíamos tenido, ya habíamos farreado en una disco gay, nos habíamos besado, nos habíamos comido el coño, como dice ella, nos habíamos embriagado juntes, habíamos fumado como putes, habíamos hablado con ancianos machos en la calle, habíamos visto un pedacito de clásico del fútbol entre Nacional y el Junior, habíamos dormido en la misma cama, nos habíamos escuchado roncar, habíamos caminado de la mano por la calle, habíamos visto Caso Cerrado, habíamos ido a las afueras de la ciudad, habíamos sido vecines, habíamos tomado whisky con mi mamá y su amante, habíamos confundido nuestras medias, nos habíamos incluido en nuestros deseos de año nuevo, yo le había abierto mi mundo físico con casi toda sus instalaciones del momento, le había presentado a mis gatos, y le había compartido algo de mi emocionalidad, aunque se había olido más mi rareza. Ella me había hecho paella, había pasado su cumpleaños con una versión tacañísima y en banca rota de Dante, me había ayudado a estudiar para un quiz de francés, me había mostrado a sus padres por video llamada, y me había abierto su mundo emocional al hablarme de sus dolores del pasado, de las marcas de su alma, su locura, y de sus angustias del presente, lo cual valoro intensamente.
Le pedí que pasara navidad conmigo, así reemplazaría mi plan amargado de ver Mi Pobre Angelito y comer palomitas, sin tener que ver a nadie que me incomodara. Aceptó. El día anterior, o el anterior al anterior, -mi percepción del tiempo a veces es rarísima-, fuimos de compras. Primero a una feria de prendas de segunda. Después a un centro comercial. En el taxi dijimos que jugaríamos a ser esposos, pero soy muy mal esposo. Entramos a una librería y también escuchamos villancicos bailables. Ese día sentí una calidez extraña, como si ya nos tuviéramos tanta confianza como para estar con ella en esa simple actividad. Era una calidez que me agradaba y al mismo tiempo me daba malgenio. Me sentía seguro, por un lado, aunque pasaba todo tan rápido que no me sentía preparado para adentrar a alguien de esa forma en mi vida, después de mi anterior relación oficial y la anterior complicada en la que fui el otro, el escondido, el que no era digno de mostrar. Era una sensación que me sacaba de la comodidad de la soledad que había venido construyendo por mi propio bien.
La noche de navidad cada quien se puso su pinta y me alegré de que ella estuviera ahí. Al día siguiente partiría, pero todo se sentía como si fuéramos una pareja real. Ya no entendía lo que me pasaba por la cabeza.
Par de canciones genocidas:
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